
En el otoño de 1965, la escritora española Carmen Laforet, famosa por su novela Nada, viajó a los Estados Unidos invitada por el Departamento de Estado.
Laforet, que no quiso desplazarse en avión, se embarcó en un buque de línea español y, una vez en Estados Unidos, se movió en tren y autobús, acompañada siempre de una intérprete que le proporcionó el gobierno estadounidense. Fue recibida en diversas universidades y agasajada por las colonias de españoles; en poco más de dos meses hizo un recorrido impresionante, desde Washington hasta California, pasando por Chicago y el medio oeste, y de vuelta a la costa atlántica vía Nuevo México, Luisiana, Tejas y Florida. Regresó a España desde el puerto de Nueva York.
Las notas que escribió durante aquel viaje conforman un librito de 1981 titulado Mi primer viaje a U.S.A. En él, Carmen Laforet recoge sus impresiones espontáneas del país y las personas que la acogieron; destaca siempre la cordialidad que le dispensaron en todas partes, así como la opulencia y el orden que sin duda contrastaban con la España de aquellos años. Es un relato sencillo pero fascinante, una ventana a un mundo que está dejando de existir.
Interesa aquí, en todo caso, el capítulo en el que Laforet visita el Centro Médico de Houston, invitada por una asociación de voluntarias en hospitales de la que no da más datos. Como habría necesitado varios días para ver todos los edificios y dependencias de lo que, más que un centro, es una ciudad sanitaria, la llevan al «instituto de rehabilitación para lisiados y paralíticos», donde la recibe un médico español que a la sazón ejerce allí, el doctor Vallbona.
Laforet se deslumbra ante la tecnología puntera y se declara espeluznada ante «los computadores que se conectan al enfermo» y ante el «cerebro electrónico, que no sólo anota estas reacciones, sino que las selecciona y las ordena». Sería quizás un primitivo algoritmo de lo que hoy llamaríamos inteligencia artificial, porque Laforet explica que «se le puede preguntar por un enfermo determinado y si la pregunta es disparatada […], contesta: “Una entrada que nos hizo es inaceptable; por favor, envíela otra vez”».
En otra pincelada de la época, Carmen Laforet se muestra conmovida ante una muchacha de 22 años, hija de millonarios, que había quedado paralítica a causa de un accidente de automóvil y a quien los médicos ocultaban su pronóstico a petición expresa de los padres: «No tenía cura y estaba desesperada, aun sin conocer su verdadera situación. Ni quería volver a su casa y afrontar su desgracia delante de sus amigos, ni los padres autorizaban a los médicos a decirle la verdad. Para los padres era inconcebible que su inmensa fortuna no pudiera devolverle a la hija lo que había perdido. El médico especializado en psicología que suele lograr maravillas en la orientación de la vida de estos enfermos, como no puede enfrentar a esta muchacha con la verdad, se encuentra limitado en su labor».
Leído hoy, llama la atención que se mantuviese en la inopia a los pacientes y que, encima, actuando así se impidiera a otro profesional hacer bien su trabajo. Aunque creo percibir en las palabras de Laforet un reproche velado, corría la década del sesenta y aquello era normal. Faltaban unos años para que comenzara a desarrollarse la bioética moderna, desde la Universidad de Georgetown, que Laforet también visitó.
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Lorenzo Gallego Borghini es traductor médico y máster en bioética.
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